Autoridades y vecinos de Arizpe solicitan se deje a Urrea como gobernador de Sonora, en vez de Ponce de León

FONDO FERNANDO PESQUEIRA. SALA DEL NOROESTE DEL MUSEO Y BIBLIOTECA DE LA UNIVERSIDAD DE SONORA. DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA DE SONORA. SERIE I, TOMO II, (1842-1847) PP. 227-232.

 

Ver Documento en PDF

SEÑOR SUB-PREFECTO DEL PARTIDO.- Los individuos del Excelentísimo Ayuntamiento y demás vecinos de esta ciudad nos dirigimos hoy a Usted llenos del más profundo pesar  para llamar su atención sobre un asunto de vital importancia  para todo el Departamento de Sonora, pero especialmente para la infeliz frontera, que es parte muy interesante de este desgraciado pueblo.

Nosotros no quisiéramos contristar a las autoridades con el presente recuerdo de los infortunios pasados, ni ellas. Pero la necesidad nos obliga ya imperiosamente a romper ese silencio sepulcral de cinco años, y a manchar nuestros labios con el execrable nombre del autor de las calamidades públicas.

Don Manuel Gándara, este hombre a quien arrojó el cielo en medio de su cólera sobre este infeliz Departamento para hacerlo experimentar toda suerte de desgracias, no contento con haber despojado arbitrariamente a esta ciudad de su consideración social reduciéndola al último extremo  de abatimiento y de miseria, quiso todavía añadir nuevos títulos a su execrable nombradía y legar otros recuerdos más a la posteridad, de su funesta memoria.

Él abandonó la frontera dejándola a merced de los barbaros que cebaron su rabiosa saña en las vidas y en las propiedades de sus infelices habitantes. Toda esta parte de Sonora, y la más interesante sin duda del departamento, se convirtió en un vasto cementerio que anunciaba silenciosa pero enérgicamente a los demás Sonorenses exterminio, ruina y destrucción. Pero ellos, victimas a la vez de odio y persecución del tirano en nada podían auxiliarlos, y lamentando sinceramente nuestros crueles infortunios, apenas podían como nosotros dirigir sus votos al cielo para el remedio de  los males.

Así vegetábamos más bien que vivíamos los desgraciados frontereños , y particularmente los pocos que habíamos quedado en esta ciudad convertida en breve tiempo en un espantoso desierto, cuando el Dios de la misericordia compadecido sin duda de nuestro largo sufrimiento quiso acordarse de nosotros haciéndonos gustar la copa de la felicidad. El movió el ánimo del inmortal Santa Anna genio tutelar de la Nación Mexicana a que nos mandase de Gobernador y comandante general al esclarecido Sonorense, al padre y bien hechor de estos pueblos dignísimo General Don José Urrea: y Vuestra Excelencia, como nosotros, fue testigo del poder mágico de ese Ilustre nombre, que con hallarse solo en los labios y resonar en todos los oídos, tuvo la virtud encantadora de dar vida y existencia a sus infelices paisanos.

¿Quién fue el que pudo oír con indiferencia esa nueva bajada del cielo  que nos anunciaba un redentor? ¿Qué corazón no palpitó del más puro regocijo con la noticia sola de que volvía hacia nosotros? Las más lisonjeras esperanzas: el más dichoso porvenir, y los más satisfactorios consuelos, todo residió en nuestros angustiados corazones y saludábamos desde aquí poseídos de un religioso entusiasmo al héroe de tantas glorias, al hombre de tantas virtudes, al Libertador de Sonora. Desde aquel dichoso instante se olvidaron como por encanto los infortunios pasados: las lágrimas se enjugaron repentinamente: se cicatrizaron las heridas; y los últimos ayes de dolor vinieron a confundirse entre las vivas y placenteras aclamaciones con que saludábamos al HÉROE. ¡Mas quién podría persuadirse entonces que esos días de patrióticos delirios habían de convertirse pronto en días de llanto y desconsuelo, y que esos satisfactorios anuncios de felicidad y ventura habrían de ser los funestos precursores de nuevas calamidades e infortunios! ¡Quién podía prever que la nefanda mano empuñaba el puñal parricida para clavarla nuevamente en las entrañas de la Patria!

Mientras nosotros olvidando generosamente nuestros agravios y resentimientos pasados estábamos decididos a procurar una reconciliación sincera con nuestros infames verdugos, y a llamar con el dulce nombre de hermanos a los autores de nuestras desgracias y a nuestros más fieros opresores; ellos allá en lo más oculto de sus tenebrosas cavernas preparaban sus planes de detestable iniquidad: combinaban sus proyectos de nueva ruina y destrucción y no satisfechos todavía con las calamidades sin cuento en que habían abismado este país que por desgracia les dio el ser, resolvían sacrificarlo, nuevamente a la más desenfrenada ambición, y a las pasiones más innobles de que puede ser susceptible un hombre sin honor, sin conciencia, ni moral.

El arribo del General Urrea a nuestras costas fue la señal de alarma para los facciosos; y sin que fueran bastantes las francas y generosas promesas, los nobles sentimientos y muy patrióticos esfuerzos de aquel virtuoso sonorense para embarazar sus propósitos; ellos se lanzaron como fieras sedientas de nueva sangre sonorense, y empezaron desde entonces esa carrera de crímenes con que han hecho estremecer no solo a nuestra santa religión, a la sociedad y a las leyes, sino hasta la misma naturaleza que los contempla horrorizados.

Nosotros queremos apartar la vista de ese horroroso espectáculo que tanto ha degradado a la especie humana, y que ha estampado una nota de infamia y de execración indeleble sobre los miserables autores de tanto escándalo e iniquidad. Bástenos decir que si el Departamento todo ha sufrido en esta sangrienta revolución, la infeliz frontera ha llegado ya al último término de sus padecimientos y desgracia.

Ocupados sus pocos defensores tanto auxiliares como soldados en la campaña contra los facciosos, los presidios han quedado absolutamente abandonados, y presa por consiguiente de los bárbaros que los hostilizan sin cesar ellos no dejan ya una sola bestia pero ni aun una res de todas las que poblaban los campos: roban, talan y destruyen cuanto encuentran, y alentados por la impunidad han tenido hasta la audacia de atacar a los mismos presidios, sacrificando innumerables víctimas, siendo el resultado de todo el haberlos abandonado las pocas familias que quedaban para ir a mendigar un pan de lágrimas y un triste y miserable asilo en los pueblos del interior. La frontera pues, se ha convertido en un verdadero desierto y que solo transita en sus sangrientas correrías el bárbaro y feroz Apache.

Sin embargo, aun sufríamos con resignación tantos desastres con la lisonjera esperanza de que terminada felizmente, como está ya al suceder, su guerra fratricida que nos han declarado los Gándara, volaría nuestro idolatrado general hacia la desdichada frontera, según nos tenía ofrecido y lo esperábamos sin duda alguna, a auxiliarla y socorrerla, a hacer una campaña contra el bárbaro que lo redujera definitivamente al orden; a repoblar los presidios, abastecerlos de sus respectivas dotaciones, armamento y caballada; y en fin, a dar nueva vida y existencia a estos infelices pueblos. Todo nos lo prometíamos de su genio bienhechor, de su ardiente patriotismo, y de ese efecto verdaderamente paternal con que distingue a sus paisanos. Él nos lo había ofrecido, sabemos que estos eran sus deseos y su empeño más eficaz, que para esto trabajó desde su ingreso a Sonora; y sabemos igualmente que él, y solo él podría realizar sus proyectos.

Y bien ¿qué han hecho tal lisonjeras esperanzas? ¿por qué se ha desvanecido ese halagüeño porvenir? Nosotros temblábamos al considerarlo, y el estremecimiento de la muerte se apodera de nuestros débiles espíritus, presintiendo el horroroso golpe que amenaza nuestras cabezas. Hemos sabido… sí, hemos sabido, y apenas lo podemos creer que el Supremo Gobierno llama a nuestro General al senado mandando a sustituirlo en los mandos al Excelentísimo Señor General Don Francisco Ponce de León; y esta suprema resolución que es el rayo aterrador de todas nuestras esperanzas, que sepulta de una vez nuestras fortunas, los miserables restos de nuestras propiedades, y para decirlo de una vez hasta nuestra misma existencia, se nos asegura que ha llegado ya, y que tendrá su efecto.

Pero no, no lo tendrá mientras haya un solo frontereño que respire y pueda elevar su débil voz hasta el solio de la suprema autoridad: hombre o mujer, niña o anciano el último que quede después de perecer todos a manos de sus feroces enemigos, dirigirá todavía sus ardientes suplicas por la permanencia de su Padre, de su redentor en el suelo de la Patria; y cuando no hubiera más recurso, volaría al trono del Eterno a reclamar la justicia que no había encontrado en la tierra.

Pero ¿cómo es posible persuadirse que si llegan nuestras suplicas al inmortal Santa Anna sea capaz de no atenderlas? El ilustre Santa Anna, el amigo de Sonora, este genio extraordinario deparado por la providencia como salvador de su patria, y en fin, este virtuoso Magistrado cuya paternal solicitud ha sido el escudo protector de estos infelices pueblos, no era posible que quisiera él mismo su ruina y su desgracia, consintiendo se llevase a cabo tal relevo y nombramiento.

Honroso y distinguido, es ciertamente el puesto para que han destinado los pueblos para nuestro digno General pero en el Senado no es enteramente necesario, y aquí es absolutamente indispensable: allá, habrá quien llene su asiento, y en Sonora es bien cierto que ninguno: y nosotros confiamos en que pesará más en la consideración del Supremo Magistrado, la suerte de un Departamento, que todos los servicios que pudiera prestar el General en aquella augusta Cámara, por considerables que fuesen.

Grandes y muy distinguidos serán los méritos del Señor Ponce de León cuando ha merecido la confianza del gobierno para tan altos destinos; nosotros lo creemos así.  Pero Su Excelencia se servirá convenir con nosotros en que ellos solos no son suficientes para hacer la felicidad de unos pueblos que afectados ya de otras fuertes simpatías: poseídos de afectuosos sentimientos que han embargado todas las potencias; y fanatizada, por decirlo así, por el ídolo de sus corazones, él, y no más que él puede dar el lleno a su destino. No es pues al Señor Ponce al que no queremos, es al SEÑOR URREA al que deseamos; y al que queremos y deseamos con una preferencia absoluta sin menoscabar por esto ninguna reputación ni buen nombre.

¡URREA! Este nombre que ejerce un poder mágico sobre todos los buenos sonorenses, ha venido a convertirse en sinónimo de felicidad y ventura para los fieles frontereños. Él es el centro de nuestras esperanzas, de él lo aguardamos todo; y para decirlo de una vez, él es el único objeto de nuestras más tiernas afecciones. Sabemos que nos corresponde, que llora y siente con nosotros, que son suyos nuestros sufrimientos, y que no habría sacrificio alguno que no estuviese dispuesto a hacer gustoso por aliviar nuestra suerte.

Y bien. ¡Este es el jefe de quien se nos quiere privar! ¡No bastan todavía los infortunios y calamidades sin número que se nos ha hecho sufrir! ¿Qué se quiere pues? ¿El sacrificio de nuestras vidas, o del miserable alimento que nos queda y el de los tristes andrajos que cubren nuestra desnudez? ¿Se pretende que desaparezca absolutamente la frontera y que el bárbaro Apache venga a gozarse en sus ruinas, a fijar sus reales entre los escombros, y a amenazar desde ellos al resto de los pueblos de Sonora?

Señor Sub-prefecto: el sentimiento ahoga la voz: ya no tenemos alientos sino para sentir y llorar: y si nuestra augusta Asamblea a quien suplicamos de Usted dé cuenta con esta exposición, no se digna dar una mirada compasiva sobre estos desgraciados pueblos, callaremos y moriremos, legando el oprobio de nuestra afrentosa agonía a los inhumanos y feroces Gándara.

Arizpe, 1º de abril de 1844.- Antonio Washington, Alcalde 1º.- Francisco Siqueiros, Alcalde 2º.- José Rafael Elías, 1º Regidor.- José de Jesús Corella, 2º Regidor.- Brígido Reyes, Síndico Procurador.- Alonzo María Treszierra, Juez de 1ª Instancia.- Bachiller Juan Elías Gonzales, Cura párroco.- Bachiller Lorenzo Vásquez.- Juliano Bustamante.- Miguel Vásquez.- Ignacio Santos Elías.- Bartolo Miranda.- Raymundo Vasques.- Francisco Santos.- Se omiten trecientas ochenta y nueve firmas más por la premura del tiempo y no dar lugar la pequeñez del papel.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *